miércoles, 7 de mayo de 2008

Nuestra capacidad de sorprendernos.

Regresando a la ciudad aprendí una cosa: cada vez me vuelvo más miope. Esto no tiene nada que ver con mi vista, de hecho gracias a la cirugía láser ahora mis ojos cuentan con una visión 20/20 y debería ver cada vez más. Pero he perdido la capacidad de observar.

A ciencia cierta no sé a qué se deba esto. Aún así tengo varias hipótesis.

La costumbre es un gran impedimento para poder ver. Cuando uno se habitúa a pasar frente al mismo escenario una y otra vez, deja de ponerle atención. Hay veces que ya no quiero ver porque “ya me lo se de memoria” y probablemente me esté perdiendo de cientos de detalles que cambian en el día a día.

Otros momentos tenemos demasiada prisa para detenernos a observar. Siempre estamos viviendo en el futuro. Necesitamos correr de un lado a otro para llegar a tiempo, para lograr nuestras metas, para dar el siguiente paso. Vivo tan acelerada que pocas veces me detengo a ver la vida por un momento. Parece que me he convencido de que hay demasiadas cosas que hacer para descubrir lo que está sucediendo. Entonces, ¿cómo voy a aprender de lo que me rodea o de quien me rodea?

Otra idea es que me esté haciendo vieja y que en la medida en la que pasan los años, creo que sé todo lo que necesito del mundo y no requiero conocer nada más. Esta soberbia, que en alguna medida todos tenemos, va matando mi curiosidad poco a poco.

Realmente no sé a qué se deba, pero usualmente dejamos de poner atención a nuestro entorno. El regresar al D.F. me sirvió para recordarlo y volver a abrir los ojos. Caminé otra vez por sus calles y descubrí tantas cosas que daba por sentadas. Tal vez sean las comparaciones, o que extrañaba mi ciudad, pero si, ahora le encuentro un nuevo brillo en los ojos y la siento sonreírme cuando la veo de frente y en silencio.

jueves, 1 de mayo de 2008

Ver la ciudad con otros ojos...

Caminaba por las calles de la ciudad de México y la veía de una forma totalmente diferente. En esta ocasión no es porque llevara mucho tiempo fuera de la ciudad y pudiera reconocer en ella todos esos cambios sutiles que de otra forma se vuelven imperceptibles. Tampoco es el gusto que tenía por regresar y ver a mi gente o las mis lugares favoritos. En estos momentos estaba emocionada porque mis pasos me dirigían hacia terrenos desconocidos y mis ojos aprendían a ver todos aquellos esos detalles que antes obviaban.

En estos días de calor, cuando la ciudad está tranquila, yo iniciaba una nueva expedición: iba a la caza de los graffitis que la adornan. Paso tras paso, iba con mi cámara en la mano sin rumbo fijo, sólo siguiendo los rastros de la pintura. Al principio fue difícil. Recorría calles en las que ya había estado y no encontraba nada nuevo. Me costó aprender a buscar otras cosas, a asombrarme de lo familiar, a no ver lo mismo. Pero poco a poco el esfuerzo fue dando resultado: descubría entre las paredes algo más que las texturas, empecé a observar los gritos de personas que normalmente no escuchamos.

Letras gigantes, tags, pinturas fuera de lo convencional que pueblan la imaginación de varios cientos de jóvenes y se encuentran plasmados en nuestras paredes. A veces parece que no dice nada, que sólo son rayones o ganas de molestar a los dueños de esos muros desnudos. Pero al ritmo de mis pasos mi entendimiento aumentaba. Tantas horas invertidas, dinero, latas de pintura gastadas significan mucho más que líneas, es la obra de arte de cientos de artistas que ven a la ciudad como su gran estudio. Y como piezas de arte que son, éstas tienen una intención de comunicar, criticar, compartir, mostrarlos como son.

Claro, no todos los graffiti son arte y no todos tienen las mismas intenciones. Es por esto que en Venezuela existe un graffitero llamado el “Pollo” y parte de su trabajo consiste en la evaluación de pintas por todo el país. Cuando encuentra algunos huecos, sin contenido o carentes de técnica los censura con la cinta amarilla de ¡PRECAUCIÓN!

Tal vez esa sea la solución al graffiti molesto, instaurar un control de calidad que permita que los artistas crezcan y se superen. Y por supuesto, dejar espacios abiertos, para que exista más graffiti legal.

martes, 15 de abril de 2008

Fotografías de una Ciudad Habitada.

Santiago, Chile

Miro hacia el horizonte en Santiago por primera vez, mi mirada va recorriendo sus anchas calles, el río que la cruza a la mitad, varios edificios y construcciones, todo es parte del escenario normal de una gran ciudad. Levantó la vista un poco más hacia sus confines y sonrío sorprendida. Tras toda esa escenografía citadina encuentro un cuadro en pasteles donde se ven unas montañas y un cielo azul plomo. Este imponente fondo se encuentra escondido tras una cortina de tul que le hace perder todo volumen y realidad. La ciudad está rodeada de pinturas, de fantasías que exaltan la fantasía de cualquiera. ¿Qué pasaría si caminara hacia allá? ¿Cruzaría esa cortina sólo para descubrir que ahora es la urbe la que pertenece al cuadro? O tal vez ¿me volvería parte de la pintura y dejaría atrás el mundo real?

Camino un momento por las calles de Santiago, bajo al subterráneo y en lo que llega mi tren comienzo a mirar los carteles. Me llama la atención uno que dice “Santiago en 100 palabras”. Me acercó más, al leerlo me doy cuenta que es una pequeña crónica de la vida cotidiana. El gobierno invita a la gente a apropiarse de la ciudad mediante breves escritos de lo que significa vivir en ella. Estos escritos son puestos a concurso y son publicados en carteles por todas partes. Me gustó mucho esta iniciativa, ya que permite ver la ciudad de otra manera. Es como tomar una lupa y escudriñar entre el bullicio, callar las voces y escuchar una sola. Significa poder entrar en una de las pequeñas historias que construyen la vida.

El jardín de Bellas Artes es un lugar lleno de vida. Mientras uno lo va recorriendo puede ver gente realizando todo tipo de manifestaciones en la calle. Se encuentran pintores, músicos, exhibiciones de arte marcial conviviendo con performances a pocos metros de distancia. Es un sitio que, como su nombre lo indica, favorece todo tipo de manifestaciones artísticas. El arte vivo camina por el parque y poco a poco lo desborda: no puede quedar contenido, entonces sale al exterior a buscar nuevos escenarios, nuevos públicos y más voces que se les unan. La población se apropia de espacios poco a poco y estas muestras artísticas inundan el centro, o algún otro jardín que se encuentre distraído. Me gusta cómo mientras recorro la ciudad, voy descubriendo hombres orquesta, escritores con poemas en mano, pintores, cantantes y hasta jugadores de fútbol apropiándose de ella, viviéndola, invadiendo sus rincones hasta hacerla más suya que antes.

Los cementerios son lugares que me llaman mucho la atención. Por medio de ellos se puede aprender mucho de la historia de alguna ciudad, de las tradiciones de las personas y hasta de la vida de aquellos que yacen durmientes bajo las lápidas. Recorrí el cementerio general de Santiago callada, con los ojos y oídos abiertos, tratando de evitar que mis propios pensamientos me alejaran de voces más sutiles. Caminé entre los pasillos sin estar segura de lo que iba a encontrar. Mis pasos me llevaron sin saberlo hacia una pared muy grande, toda compuesta por nichos vacíos. Sólo algunos pocos a la derecha ostentaban fotos y flores en memoria de aquellos que ya no están. Busco con la mirada algún indicativo de dónde estoy, pero las criptas no dicen nada. Cuando levanto la mirada un poco más, descubro el título de este homenaje: DETENIDOS DESAPARECIDOS. Un escalofrío recorre mi espalda. Tantos espacios, tanta incertidumbre. Me quedo parada frente al monumento un rato. No tengo palabras. Cuando por fin encuentro fuerzas para moverme y caminar, sigo por un pasillo que en pocos segundos me lleva a un monumento aún más impresionante. Una pared de mármol blanco tallada con cientos de nombres de los muertos por la dictadura. En el centro Salvador Allende rodeado por filas interminables de nombres a diestra y siniestra. Mientras mi mirada recorría aquellas inscripciones escuchaba sus voces gritando todavía, algunos eran gritos de guerra, otros exclamando sus ideales, varios más pidiendo misericordia. Me encontraba nerviosa ante sus declaraciones, ya las conocía de antes, pero nunca las había escuchado así, resonando tan fuerte y claro a través de las tumbas.

El miedo heredado.

Santiago, Chile

Me encontraba de pie frente a la Palacio de la Moneda en Santiago de Chile sin poder pronunciar palabra. Miraba el edificio, la bandera de Chile ondeando al frente, los policías vigilando, mientras imaginaba cómo es que palacio lucía después del ataque sufrido el 11 de Septiembre de 1973.

Ese día cambió la vida de muchas personas en el país. Salvador Allende se suicidó y la junta militar tomó el poder, lo que a la larga llevaría a la dictadura de Pinochet. En ése momento, mientras se destruían las paredes del palacio, se rompería la cotidianeidad que las personas conocían. Se aproximaban tiempos de toque de queda, problemas laborales, espionaje y restricción a la opinión. Años que causarían heridas graves en la población chilena, algunas de las cuales persisten hasta ahora.

Todavía hoy se nota la huella de la dictadura en sus habitantes. Se nota en la vida de la ciudad rígida, estructurada, limpia, aunque un poco fría. Hablo con algunas personas de la vida en Santiago; me llama la atención que hasta para hablar de música, la dictadura se convierte en un parte aguas.

Antes de llegar a Chile conocía la historia, lo atroz que fue la dictadura. Seguí con interés el caso del juicio contra Pinochet y sabía la cantidad de desaparecidos que existieron durante su dictadura. Pero nunca imaginé que su sombra se desprendiera hasta hoy, con personas de mi edad, que teníamos escasos 7 años cuando ese gobierno terminó. Ahora lo entiendo.

Cientos de ellos tuvieron algún familiar desaparecido durante dicho lapso y esa angustia carcome por años. No creo que ninguna madre pueda dormir en paz sin saber realmente si su hijo fue muerto, cómo, y poderle dar sepultura. Esa ansiedad, ahora convertida en resignación y melancolía, pesa en las miradas, en los pasos y las relaciones de hoy día en este país. Pesan los recuerdos de las horas del toque de queda, de los registros de casa en casa buscando propaganda sediciosa.

Nuestra generación no vivió esto de primera mano. Ellos no conocieron los efectos de la mano dura de Pinochet hasta que fueron mayores. La dictadura fue lo primero y único que conocían hasta que ésta cayó y descubrieron que aquel presidente al que les habían enseñado a honrar también tenía mucho de qué avergonzarse.

Nuestra generación de pequeña conoció el desencanto. Aprendió a no idealizar a las personas, supo desde entonces que todos pueden caer.

viernes, 4 de abril de 2008

Como hace doscientos años

Sucre, Bolivia

Caminé por las calles de Sucre. Durante días algunos vagué entre sus paredes blancas y sus tejados cobrizos. Escuché su radio, comí su comida y bailé su música. Quise absorberla en cada paso, con cada mirada. Recuerdo sus sonidos, los gritos del mercado donde el español se fundía con otras lenguas, volviéndose un nuevo idioma con una nueva cadencia y un acento muy particular.

Quise hacer mía esta ciudad, ya que conforme la caminaba cada esquina me representaba una sorpresa. No importaba que fuera muy pequeña, tranquila, lejana y aparentemente insignificante, porque cuando uno esta dentro escucha ecos de la historia que lo envuelven, encuentra las sombras caminando por la pared y los movimientos de tiempos olvidados vuelven a recordarse. Fue ésta pequeña ciudad la cuna de las independencias de América. Entre sus paredes las campanas tañeron y sus voces alcanzaron todos los rincones del continente.

Fueron las personas de Charcas (su nombre en ese momento) quienes lanzaron los primeros gritos de independencia, combatieron el mal gobierno y salieron a las calles para luchar en pro de aquello de lo que estaban convencidos: obtener nuestra independencia.

En otros lugares resulta difícil imaginarse cómo fueron los próceres de la patria, pero en Chuquisaca (nombre originario de la ciudad) esto no me fue difícil. Las personas siguen siendo aguerridas, son luchadores, viven a la altura de los padres cuyos pasos resonaron alguna vez en las mismas baldosas que chocan hoy contra sus pies. Todo esto porque aún hoy vive una gran batalla, pelea contra un gobierno con el que muchos no están de acuerdo, luchan por recuperar la capitanía plena a su espacio, por obtener una merecida autonomía.

Combaten ahora como lo hicieron muchos años antes, a través de las universidades y sus estudiantes, a través de la gente común. Su pelea es con aquello que tienen a la mano, pintas en la calle, marchas, reuniones. No importa el medio, las voces circulan y poco a poco el pensamiento pasa a la acción. El espíritu de lucha se siente todavía después de tanto tiempo. Las palabras “autonomía, reconocimiento, dignidad” se escuchan y poco a poco se acercan una vez más para que las campanas vuelvan a repicar pidiendo unión y libertad, dando eco al pueblo como lo hicieron hace tiempo.

Me pregunto si esta vez el movimiento volverá a cimbrar los cimientos de nuestras ciudades, como lo hizo ya una vez, hace doscientos años.