martes, 15 de abril de 2008

El miedo heredado.

Santiago, Chile

Me encontraba de pie frente a la Palacio de la Moneda en Santiago de Chile sin poder pronunciar palabra. Miraba el edificio, la bandera de Chile ondeando al frente, los policías vigilando, mientras imaginaba cómo es que palacio lucía después del ataque sufrido el 11 de Septiembre de 1973.

Ese día cambió la vida de muchas personas en el país. Salvador Allende se suicidó y la junta militar tomó el poder, lo que a la larga llevaría a la dictadura de Pinochet. En ése momento, mientras se destruían las paredes del palacio, se rompería la cotidianeidad que las personas conocían. Se aproximaban tiempos de toque de queda, problemas laborales, espionaje y restricción a la opinión. Años que causarían heridas graves en la población chilena, algunas de las cuales persisten hasta ahora.

Todavía hoy se nota la huella de la dictadura en sus habitantes. Se nota en la vida de la ciudad rígida, estructurada, limpia, aunque un poco fría. Hablo con algunas personas de la vida en Santiago; me llama la atención que hasta para hablar de música, la dictadura se convierte en un parte aguas.

Antes de llegar a Chile conocía la historia, lo atroz que fue la dictadura. Seguí con interés el caso del juicio contra Pinochet y sabía la cantidad de desaparecidos que existieron durante su dictadura. Pero nunca imaginé que su sombra se desprendiera hasta hoy, con personas de mi edad, que teníamos escasos 7 años cuando ese gobierno terminó. Ahora lo entiendo.

Cientos de ellos tuvieron algún familiar desaparecido durante dicho lapso y esa angustia carcome por años. No creo que ninguna madre pueda dormir en paz sin saber realmente si su hijo fue muerto, cómo, y poderle dar sepultura. Esa ansiedad, ahora convertida en resignación y melancolía, pesa en las miradas, en los pasos y las relaciones de hoy día en este país. Pesan los recuerdos de las horas del toque de queda, de los registros de casa en casa buscando propaganda sediciosa.

Nuestra generación no vivió esto de primera mano. Ellos no conocieron los efectos de la mano dura de Pinochet hasta que fueron mayores. La dictadura fue lo primero y único que conocían hasta que ésta cayó y descubrieron que aquel presidente al que les habían enseñado a honrar también tenía mucho de qué avergonzarse.

Nuestra generación de pequeña conoció el desencanto. Aprendió a no idealizar a las personas, supo desde entonces que todos pueden caer.

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